Algunas preguntas sobre la autoficción en el cine.
por Emilio Tomé.

Uno: ESPEJOS.
El 6 de octubre de 2021, me encontré a Álvaro Mayer en la puerta del colegio donde dejamos a nuestros hijos cada mañana. Allí me comentó que estaba preparando un nuevo número de Dramática que iba a estar dedicado a la autoficción. Autoficción, claro, una palabra que parece imprescindible para etiquetar muchas de las propuestas teatrales de los últimos tiempos. Mientras los niños desaparecían tragados por el sistema educativo, me vino a la cabeza otro niño, un niño ruso de dos años, con el pelo largo y rubio, sedoso y fino todavía, como de bebé. En la imagen, el niño hace muecas frente a un espejo. Salta, se gira, grita, golpea su imagen reflejada. El espejo es enorme, está apoyado en la pared y llega hasta el suelo. Tiene las proporciones de una pantalla de cine. Al hacer zoom, la cámara pierde con frecuencia la referencia del borde del espejo, generando una desorientación espacial que confunde el mundo y su reflejo, al niño y su doble. El niño se llama Svyatoslav y es el hijo del director de cine documental Viktor Kossakovsky. Es la primera vez que observa su reflejo y puede ver su propio rostro, su propio cuerpo. Al nacer, su padre hizo desaparecer todos los espejos y superficies reflectantes de la casa, esperando la ocasión oportuna para registrar el momento revelador. Este momento que estamos viendo. El niño intenta atravesar al otro lado del espejo, tocarse, abrazar a esa imagen que le copia cada gesto, cada movimiento. El niño aparece y desaparece, tomando distancia de esa imagen que le fascina y atemoriza, que no acaba de entender. Y, como Groucho Marx en la famosa escena de Sopa de Ganso (Leo McCarey, 1933), parece querer sorprender a su imagen especular, intentando que su doble “falle” en la reproducción simultánea de sus acciones. A veces ríe o baila, agita juguetes y da besos a su imagen reflejada que, inevitablemente, también le besa a él. Hacia el final, frustrado, llora sin terminar de comprender del todo lo que tiene delante de los ojos. Es un momento emocionante, inaudito, perturbador. La película se llama como el niño, Svyato (Viktor Kossakovsky, 2005), que puede traducirse como “alegre” en ruso.
Al describirle esta imagen, Álvaro, de manera impulsiva, me propuso que escribiera un artículo que reflexionara sobre la autoficción en el cine. Tres mil palabras, me dijo. Yo, alegremente, le dije que sí. ¡En qué momento! Unos días después, salí a dar un paseo nocturno, una costumbre que no he perdido con el paso de los años: dejar que el pensamiento divague acompasado con el movimiento de mis piernas. Autoficción, murmuraba para mis adentros… ¡ni siquiera tenía claro qué designaba exactamente!
Días atrás había leído que “autoficción” es una palabra acuñada por el novelista Serge Doubrovsky en 1977 para dar cuenta de obras literarias que confundían de manera intencionada autobiografía e imaginación. Una forma narrativa que nos desafía estableciendo un pacto de lectura ambiguo, mezclando hechos reales con inventados sin señalar su diferencia, difuminando sus contornos e imbricándolos en un solo relato. Y, lo más importante, introduciendo una voz inevitablemente subjetiva que enuncia en primera persona, identificando autor, narrador y protagonista con ese “yo” que nos habla.
Bien, esta es la forma, el procedimiento narrativo. Pero, ¿qué potencia puede encerrar reinventar la propia biografía, fabular a partir de lo real, corromper el pacto de verdad con el lector? ¿no es acaso lo que siempre hace un autor – escribir desde lo que uno ha vivido, reinventar a partir de lo que conoce, imaginar ser otro(s) -? ¿qué tensión introduce en el relato situarse como protagonista y voz, narrador y personaje? ¿es puro narcisismo? ¿un ejercicio de solipsismo? ¿egotrip? ¿o hay algo más?
Caminando por calles silenciosas, las preguntas seguían proliferando: ¿Y el cine? ¿qué problemas implica la traducción de estas premisas al pensar en el lenguaje cinematográfico? ¿Qué estrategias permiten establecer una primera persona en la narrativa audiovisual? O, dicho de otra forma, ¿de qué manera puede aparecer el “yo” como claro sujeto enunciador de una película? Y además, ¿cómo hablar de “mezcla de ficción y realidad” en un arte que es pura representación y simulacro?
Me venían a la cabeza algunas películas. Las películas, la verdad, las recuerdo de forma borrosa, como un aroma o un paisaje. Apenas retazos de la trama, cierta atmósfera o algunas sensaciones. A veces solo un momento, alguna escena que, por lo que sea, se quedó grabada en mi memoria.
Regresé a casa más confuso de lo que había salido de ella. Al abrir la puerta escuché la televisión encendida. Paz, mi pareja, estaba viendo una de Almodóvar. Antes del paseo nocturno habíamos tenido una discusión estúpida y me senté a su lado sin muchas ganas de ver la película ya empezada. En las zonas oscuras de la pantalla veía mi reflejo, como si yo fuera el aburrido protagonista de mi propia película.











Dos: MEMORIA Y REPRESENTACIÓN.
“No me gusta la autoficción”, dice de manera inesperada Julieta Serrano. Julieta interpreta a la madre de Salvador Mallo, doble cinematográfico del propio Almodóvar al que da vida en pantalla Antonio Banderas. La ironía y autoconsciencia del momento es evidente, un chiste lanzado al público. ¿Por qué digo “doble de Pedro Almodóvar”? El personaje no se llama Pedro Almodóvar pero para mi, para nosotros, Banderas ES Almodóvar. Y sin embargo no lo es, o no del todo, o no de verdad. Entendemos que el personaje es Almodovar: comparten profesión, datos biográficos, gestualidad y hasta peinado. Sabemos que Almodovar está hablando de sí mismo, pero también que quiere contarnos algo que no es estrictamente un evento que pasó, sino que quiere acercarnos a un estado mental, a la depresión existencial que el protagonista, el propio Almodóvar, atraviesa. Exponiéndose, expía sus culpas, arregla cuentas con su pasado, se observa desde fuera. Pero además, inevitablemente, reflexiona sobre su propio arte. La película nos va a contar cómo sale de ese estado de la única manera que conoce: volviendo a rodar, haciendo cine. Para ello, utiliza una ficción. Para contarnos su verdad, elabora una fábula trenzada con elementos reales.
Apunto: Autoanálisis. Confesión. Expiación. Autorreflexión. Metanarración. Estos son algunos de los elementos que la autoficción parece haber instigado. Sigamos. Sigamos recolectando.
Al traducir los presupuestos teóricos de la autoficción literaria al lenguaje cinematográfico se producen errores y desvíos que responden a su propia naturaleza. Una primera forma de autoficción en la representación audiovisual es esta que nos ocupa, aquella en la que el autor se convierte en protagonista de su obra mediante un intermediario, un alter ego: Banderas en el caso de Almodóvar, Marcello Mastroiani en Fellini 8 y 1/2 (Federico Fellini, 1963), George Sanders en Te querré siempre (Roberto Rosellini, 1954), Erland Josephson en Escenas de un matrimonio o Saraband (Ingmar Bergman, 1973 y 2003), Mathie Amalric en Comment je me suis disputée (ma vie sexuelle) y Trois souvenirs de ma jeneusse (Arnaud Desplechin, 1996 y 2015), Albert Finney en Dos en la carretera (Stanley Donen, 1967) y tantos otros. Todas ellas desarrollan historias de inspiración autobiográfica en las que el autor mira hacia atrás y trata de volver a ver y sentir, de entender algo de sí mismo en la reproducción de un recuerdo inventado. Es evidente que cualquier obra se alimenta de la vida del autor, y que cualquier película tiene algo de autobiografía. Sin embargo, la autoficción hace de esto algo explícito, presente de alguna manera para el espectador.
En ocasiones, la autoficción toma la forma de memorias de la infancia o juventud del autor, podemos rastrear elementos autoficcionales en obras como Haz lo que debas y Mo´ better blues (Spike Lee, 1989 y 1990), Cero en conducta (Jean Vigo, 1933), Movida del 76 (Richard Linklater, 1993), American Graffiti (George Lucas, 1973), la serie con Jean Pierre Leaud de François Truffaut (Los cuatrocientos golpes, Besos robados, Domicilio conyugal, etc…), Amarcord (Federico Fellini, 1973), È stata la mano di Dio (Paolo Sorrentino, 2021) o la maravillosa trilogía de Bill Douglas: My childhood (1972), My ain folk (1973) y My way home (1978). En todas ellas, nos encontramos con una recreación libre y poética del recuerdo. Sigo apuntando: Memoria. Retrospección. Reproducción. Recreación poética. Introspección.
Al rememorar estas obras, pienso que los directores se ven empujados a ser más honestos, más despiadados a la hora de contarse. A trazar una visión de sí mismos y del mundo que habitan que responde al deseo de que la representación fílmica no palidezca frente a la experiencia de vivir, sino que, al contrario, la intensifique.
Quiero detenerme en dos películas que radicalizan y llevan al extremo estos presupuestos, alejándose del realismo para conformar obras entre el sueño y la fábula. Son propuestas con las que podemos estirar un poco más el concepto de autoficción. Me refiero a Léolo (Jean Claude Lauzon, 1992) y Sinécdoque, Nueva York (Charlie Kaufman, 2007).
Lauzon propone en Léolo una verdadera biografía inventada en la que la realidad de desmorona, reflejo de un autor en proceso de desintegración. Abrigado con un gorro de invierno, Léolo pasa las noches leyendo a la luz de la nevera abierta para, a través de las palabras, imaginar otra vida posible, lejos de la locura que le rodea. Para contar su historia, la escritura de Lauzon se torna a su vez psicótica, haciendo indiscernibles la voz del narrador y la psique del protagonista.
En Sinécdoque, Nueva York Kaufman nos sitúa en otro caso límite. Un director de cine, interpretado por el malogrado Philip Seymour Hoffman, trata de rodar una película de su vida. Para ello busca un actor que haga de sí mismo y decenas de actores y actrices que hagan de sus conocidos, su mujer, sus hijos. Sin embargo, fiel a la lógica de su propuesta, terminará buscando a un actor que haga del actor que hace de sí mismo, a una actriz que haga de la actriz que hace de su mujer, etc… en una dinámica desquiciada, una verdadera puesta en abismo, que le llevará a reproducir la ciudad de Nueva York para un rodaje infinito con cientos de actores y actrices que interpretan a las personas que pueblan su vida. Los años pasan y la película va creciendo mientras el director envejece. Una historia de cine dentro del cine. O sería mejor decir una historia de cine dentro del cine dentro del cine dentro del cine… Un tour de force narrativo que nos enfrenta de lleno con los problemas de la representación: de la realidad y su reproducción.






Tres: PONER EL CUERPO.
Pero si hay una serie de autores que me vienen a la cabeza automáticamente al pensar en autoficción, son aquellos que juegan con su propia identidad pasando al otro lado y deciden poner el cuerpo, autorrepresentarse en pantalla, situarse delante de la cámara y dar vida a una versión cinematográfica de sí mismos. Es el caso de Woody Allen (Annie Hall, Maridos y mujeres, Recuerdos, Desmontando a Harry…) o Nanni Moretti (Caro Diario, Abril). Ejercicios de autoficción en el que nos introducen en sus obsesiones, manías y fascinaciones, compartiendo su manera de ver el mundo y haciéndolo al modo de una ficción, cargada de elementos cómicos y autoparódicos, estableciendo distancia consigo mismos, construyéndose como personajes identificables, utilizando una voz en off desde la que nos hablan en primera persona. Los personajes fílmicos de Moretti y Allen habitan ficciones cargadas de elementos absurdos, recrean episodios inventados de sus vidas, expresan opiniones y se tornan representantes de una determinada clase social o de una cierta actitud vital generacional (la burguesía judía y neurótica en el caso de Allen, los hijos decepcionados del 68 en el caso de Moretti), que potencian la identificación de su público con sus personajes. Un cine en primera persona que expande las posibilidades de la narración audiovisual, que pervierte los códigos de la representación y nos interpela como espectadores, auténticos destinatarios de sus historias.
Podemos rastrear lo ecos de su influencia en la mejor comedia televisiva contemporánea: de Jerry Seinfeld (Seinfeld) a Louis CK (Louie), de Larry David (Curb your enthusiasm) a Phoebe Waller-Bridge (Fleabag), de Ignatius Farray (El fin de la comedia) a Jorge Sanz (¿Qué fue de Jorge Sanz?, David Trueba). La sensación que tenemos como espectadores es que nos hablan de cosas que conocen, que les importan, que han vivido y quieren compartir, aunque no pasaran exactamente de esa manera, aunque la realidad no fuera igual a su representación. Todos ellos construyen personajes contradictorios y complejos, verdaderos antihéroes con los que nos reímos y por los que sufrimos.
Pero, ¿por qué nos atrae la autoficción como espectadores? ¿Qué produce ese suplemento de verdad en nuestra mirada? ¿Por qué está de moda? ¿qué introduce en la ficción esa vibración sostenida con la realidad? ¿Por qué necesitamos creer que existe un sustrato real en las historias que vemos? ¿tiene algo que ver con el derrumbe de la credibilidad de la imagen, de las imágenes? Rodeados de fake news, deep fakes, versiones contradictorias de cada suceso de la realidad, ¿necesitamos ciertos anclajes reales en la ficción contemporánea? Al fin y al cabo, ¿no estaremos, como dice el escritor David Shields, hambrientos de realidad? Y no sólo de la realidad de los hechos, sino de una verdad interior. Íntima. Quizá en el fondo estemos tan sólo hambrientos de la honestidad a que la primera persona obliga. De la sinceridad en la comunicación entre dos personas que se hablan a media voz, que pueden compartir miserias y utopías, decepciones y alegrías.
¿Cómo podemos si no medir la importancia de que una obra como Podría destruirte (Michaela Coel, 2019) se construya a partir de una experiencia personal real tan fuerte como un abuso sexual y que, además, sea la propia Michaela quien escriba, dirija e interprete el papel de la chica protagonista a la que le pasa algo parecido a lo que ella vivió en primera persona? ¿Sería igual si todo fuera inventado? ¿podría Michaela haber creado una obra tan sensible, tan inteligente, tan dolorosamente honesta de no haber sido así? Su serie se cierra con una emocionante y lúcida reflexión sobre los mecanismos narrativos que ella misma ha puesto en marcha. De manera simétrica, podríamos también preguntarnos: ¿qué han posibilitado los resortes y articulaciones de la ficción para hablar de algo que es real, personal y doloroso?
En Nuestro tiempo (Carlos Reygadas, 2018), el director mexicano utiliza a su mujer e hijos para protagonizar una ficción opaca y extraña en la que dibuja un retrato sin piedad de sus celos e inseguridades, llevando el juego autoficcional hasta un límite obsceno, exhibicionista y perturbador. Sin embargo, la película es una ficción y Reygadas y su familia interpretan a otra familia. No hay elementos biográficos directos. En sus propias y enigmáticas palabras: “Para mí solo puede surgir el misterio cuando uno desdobla la realidad. Si no hay desdoblamiento solo hay copia de la realidad, que es para mí una de las carencias más graves del cine contemporáneo”.
Efectivamente, todas estas películas, con sus rupturas y discontinuidades, con el desarrollo de mecanismos narrativos más o menos complejos, pese a los niveles de autoconsciencia y metarreflexión que encierran sus imágenes, no dejan de ser representaciones. Desdoblamientos elaborados. Al margen de su tono o estilo, se construyen con actores y actrices, vestuario y decorados, diálogos escritos y equipos de iluminación. Pero, ¿qué pasa cuando no hay nada de eso? ¿tiene sentido hablar de autoficción en un documental? ¿Qué grietas ha producido la introducción de una voz subjetiva en el cine de no ficción? Pues seguramente los más interesantes experimentos cinematográficos de los últimos 40 años, aquellos que han puesto en conflicto con más contundencia el propio lenguaje de las imágenes en movimiento y su relación con lo real.





Cuatro: YOCUMENTAL.
Acabamos de ver películas cuyos directores son protagonistas de sus ficciones al situarse delante de la cámara, pero ¿qué pasa con todos esos directores que deciden no soltar la cámara pese a proponer una primera persona absoluta en su cine? ¿Qué sucede cuando pensamos en todos los que han decidido girar la cámara hacia sí mismos y construir autorretratos, diarios y ensayos fílmicos? ¿Tiene sentido hablar de autoficción en el cine de no ficción? ¿No sería forzar demasiado los límites del concepto?
La introducción de una primera persona explícita a través de una voz en off que nos habla directamente, así como la asunción de la subjetividad como lugar de enunciación, suponen una bomba en el territorio documental que dinamita sus propias raíces epistemológicas cuestionando su objetividad. Desde el origen del cinematógrafo, la experiencia seminal de los hermanos Lumiere trató de dar cuenta de cómo era el mundo. Su razón de ser era contar la realidad, cartografiar el mundo, acercar toda experiencia. El “documento audiovisual” se pretendió veraz e indiscutible. Un pacto de verdad absoluto que, por sorprendente que parezca, parece continuar hoy en día: las imágenes son verdad, si algo está grabado en imágenes es que pasó. Al fin y al cabo, ¡podemos verlo! Sin embargo, ¿es esto así? ¿las imágenes son verdad? ¿de qué clase de verdad estamos hablando?
¿No son ya el encuadre, la selección, el montaje, la duración, los elementos constitutivos del lenguaje fílmico, elementos de construcción ficcional? ¿No tenemos claro ya que toda verdad está construida y manipulada? ¿No es la mirada del cineasta un punto de vista personal y tremendamente subjetivo? ¿Aquello que miramos y cómo lo miramos no está hablando ya de nosotros mismos? ¿Dónde quedó el deseo de una imagen real, verdadera, que pudiera dar cuenta de la realidad sin manipularla? ¿No son las imágenes de la infoesfera una gran autoficción colectiva?
Si el documental había sido el arte de la objetividad, estos cineastas apostaron desde una primera persona radical por desvelar los mecanismos narrativos, las dudas e incertidumbres del propio proceso de construcción de sus películas, conformando un terreno de experimentación lleno de hallazgos inesperados. La confianza en el cine como proceso de autoconocimiento, empuja a estos cineastas a ampliar su campo de acción, iluminando una experiencia íntima. Paradójicamente, desvelando sus carencias, estas películas consiguen ser más libres, mas honestas y más reales.
En La esteticista (2005), Sergio Oksman interrumpe su propia película, una larga entrevista a una mujer que sobrevivió al Holocausto. Al pasar al otro lado de la cámara, Oksman deconstruye el dispositivo documental. Su aparición quiebra la verdad del testimonio, para terminar impugnando de manera cruel y violenta el relato de la anciana. Un relato que se termina descubriendo pura ficción, una mentira necesaria para sobrevivir al horror. Detrás de las palabras de su protagonista, la película consigue revelar una verdad más profunda, y también más dolorosa. Sarah Polley desarrolla una operación inversa en Stories we tell (2012) un supuesto documental sobre su familia que se termina descubriendo como una gran impostura, una película que cuestiona nuestra capacidad de discernir lo real de lo falso.
Convertida su cámara en “pluma estilográfica”, estos cineastas escriben con imágenes. Prescindiendo de la maquinaria “pesada” del cine, desarrollan una suerte de diarios fílmicos. A ese registro diarístico le sucede en el tiempo el montaje de dichas imágenes, cargado de intención, así como el dialogo desde el presente con esas imágenes del pasado. En su Diario (1973), David Perlov establece una dialéctica brillante entre sus palabras y las imágenes acumuladas. Cuando nos muestra a su hija empezando a comer, Perlov se pregunta si debería comer la sopa o grabar la sopa, un dilema que define uno de los problemas fundamentales de esta forma cinematográfica: registrar la vida o vivir la vida. En Wide Awake (2006), Alan Berliner se pregunta algo parecido al enfrentarse al nacimiento de su hijo: ¿debo mirar o debo grabar? El lituano Jonas Mekas resuelve este problema convirtiendo su cine en una forma de estar en el mundo. Walden: diaries, notes and sketches (1969) y As i was moving ahead i saw occasionally brief glimpses of beauty (2000), sus larguísimas películas, convierten el registro familiar y cotidiano en parte fundamental de la vanguardia norteamericana. La característica voz nasal de Mekas acompaña con calma las imágenes de encuentros familiares, nevadas en su barrio, fiestas y celebraciones, excursiones campestres y tiempos muertos de su vida, que es así convertida en una exploración poética del presente. No hay drama ni conflictos violentos en sus hermosas películas, tan sólo una mirada inspirada que trata de atrapar cierta pureza e inocencia en las imágenes de su intimidad. Una búsqueda parecida a la de Naomi Kawase en su obra documental – Alumbramiento (1993), Cielo, viento, fuego, agua, tierra (2001) – en la que su cámara pausada dialoga con la memoria de su familia buscando atrapar el recuerdo, sostenerlo y abrazarlo.
Por la propia estructura de este texto aquí debería introducir algo personal que alimentara esa capa autoficcional que he tratado torpemente de introducir desde el comienzo. Sin embargo, ¿qué importa mi vida? ¿qué te importan mis dificultades con este texto o el hilo caótico de mis pensamientos? “¡A quién le importa mi vida!” repite una y otra vez el padre del director Alan Berliner al comienzo de Nobody´s business (1996). La película nos muestra su lucha por realizar un retrato biográfico de su padre, que trata continuamente de boicotear la narración. Cada vez que esto ocurre, Berliner introduce imágenes de un combate de boxeo que terminan siendo la metáfora visual de la película. En sus obras entremezcla imágenes de archivo, fragmentos de películas, trozos de noticiarios antiguos, entrevistas y grabaciones íntimas que van conformando un relato poliédrico, lo más cercano que el director puede estar a su verdad. ¡Y además es capaz de capturar la sonrisa de su bebé mientras sueña dormido!
Algunos cineastas ponen en marcha acciones en la vida real que constituyen la materia prima de sus películas. Podríamos hablar entonces de un cine-performance, en el que asistimos al registro de una experiencia que tiene lugar por y para la cámara. En Sherman´s March (1995) o Time Indefinite (1993), Ross McElwee lleva a cabo una singularísima e irónica exploración de la historia familiar, entretejida con su propia búsqueda existencial y sus relaciones sentimentales. En Les glaneurs et la glaneuse (2000), la corredora de fondo Agnes Varda, rastrea la acción de las mujeres del cuadro de Courbet para desarrollar una amplia reflexión sobre el sentido de recoger lo desechado, todo aquello que es despreciado. En su emocionante análisis del gesto, Varda nos regala imágenes inolvidables, que son el rastro de una experiencia real en el mundo. Podemos encontrar operaciones similares en películas tan diferentes como el viaje-performance de Sophie Calle (No sex last night, 1996), el reportaje gonzo de Michael Moore (Roger & me, 1989), el cine-búsqueda que elabora León Siminiani en Mapa (2012) o el acercamiento sorprendente al alzheimer de Kirsten Johnson en Dick Johnson is dead (2020), en la que acompaña el deterioro de su padre haciéndole representar para la cámara decenas de muertes posibles.
En Tarnation (2003), Jonathan Caouette lleva al paroxismo esta exhibición violenta de su intimidad. Las grabaciones realizadas desde que era niño de sus performances caseras nos introducen en su atormentada personalidad, trazando uno de los retratos sobre la demencia más espeluznantes del cine contemporáneo. Andrés Duque, por su parte, estaba grabando con su cámara cuando se quedó paralizado de cintura para abajo. Así comienza su lisérgica Color perro que huye (2011). Al verse inmovilizado durante meses, Duque se sumerge en los vídeos almacenados en sus discos duros para componer una película libertaria en la que se filtra toda la herencia del cine experimental.
Cine impúdico, cine-arma, cine-herida con el que enfrentarse a la muerte y el desamor, a la enfermedad y el dolor del paso del tiempo. Un cine que no teme mostrar la fragilidad de su propio dispositivo narrativo. Cine tembloroso como la cámara que sujeta Agnes Varda para grabar el paisaje rugoso de sus manos envejecidas.





Cinco: CODA.
No hay más que echar un ojo a nuestros perfiles en redes sociales. Cada uno de nosotros construye a partir de elementos autobiográficos y fragmentos de realidad verdaderas autoficciones con las que nos presentamos en sociedad. Un espejo deformado con engaños, mentiras, medias verdades, arranques de sinceridad, inocencia, cinismo, victimismo, euforia y egolatría sustentado por imágenes y vídeos, emoticonos e hipertextos, que van construyendo una auto-ficción en marcha. En una sociedad narcisista como la que habitamos, ¿cómo va a extrañarnos que el “yo” sea omnipresente en nuestras historias? Quizá reflexionar sobre todas estas operaciones narrativas nos ayude a entender nuestro deseo de engañarnos y ser engañados, cada vez un poco más alejados del sustrato real que sentimos en los escasos momentos en que la tecnología nos deja escuchar nuestra respiración asustada.
“¿Has terminado ya?”, dice mi hijo. Creo que sí. Me he pasado de las tres mil palabras, espero que no haya problema. Quiere que le ayude a montar un Lego antes de dormir. Los Lego tienen unas instrucciones estrictas que uno debe seguir de manera precisa si quiere montar el dinosaurio o la nave espacial. Por suerte, el cine que de verdad merece la pena no tiene reglas ni manual de instrucciones. Tan sólo cuenta con deseo, curiosidad, intuiciones. Y si somos sinceros, sólo puede hablar desde la más radical subjetividad. Frente a la posibilidad de un cine-Inteligencia Artificial o un cine-Algoritmo, algunos pensamos que es todavía un arte de humanos que buscan conexión.
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Este texto apareció en el número #3 de la revista Dramática, dedicado a la “autoficción”, editada por el Centro Dramático Nacional -CDN-, gracias a una invitación de Álvaro Vicente. Para conseguir la revista te dejo este link.
